El cortejo fue descendiendo desde lo alto del cerro bajo el arco inmenso de la calle de pinos, negra como un túnel. Desde la casa se distinguía nítidamente el grupo silencioso cuyos pasos no se oían, como si se ahogaran al tocar la tierra. En el arco sombrío donde terminaba la calle de pinos aguardaba la carroza fúnebre, brillante al sol como una joya. El marco oscuro de piedras y pinos le volvía una estampa inesperada de nuestro ambiente. Miré desde la amplia terraza el paisaje luminoso, las curvas descansadas del río de plata, el peñón que caía como una cortina de piedra en el abismo, y al darme vuelta hallé la gran puerta abierta de par en par, los cirios aún encendidos y la inmensa casa desierta: el nido estaba vacío.
Aquel cuadro me pareció reflejaba la vida de Rafael de la Fuente. Fue un largo esfuerzo por alcanzar a formar su nido. Llenarlo de afectos; día a día acrecerlos afanosamente, con cuidado rodearlo de amistades sinceras, haciendo que su bondad apareciera de una pureza hidalga y patriarcal. Le acompañó a ratos la fortuna y muchas veces la adversidad. Nada se traslucía de esos cuadros de sombras en su semblante siempre sonriente. Tenía un optimismo sano y cuando en las borrascas económicas se veían los viejos barcos inclinarse, él llevaba el suyo a buen puerto con un ágil golpe de timón. Sus negocios de Maldonado eran, en realidad, visiones poéticas. Él hizo, antes que nadie, “cantar el grillo” (Cante-grill), cuadriculando y vendiendo a enas sin valor y sólo una fantasía lujosa pudo ver lo que en Punta Ballena realizó: hacer de unos peñascos colgados del cielo y comprados en algunos centésimos, la suma de trescientos mil pesos. Sus raras condiciones de hombre de negocios y su rectitud moral fueron utilizadas por la institución bancaria del Estado. Un compañero supo recordarlo en el instante de la despedida, marcándolo con esa palabra tan conocida y cada hora menos usada: lealtad. Esbozar su biografía, es poner en cada línea esa palabra. Se encontraría desde su iniciación, y quizás no fuera suficiente. Sería preciso recordar que “de la Fuente” fue un apellido sonoro y amado desde la iniciación de la vida fernandina. Las viejas paredes de su casa solariega recuerdan los episodios más culminantes de nuestro drama nacional, y a lo largo de la historia llenó siempre con honor los lugares más señalados. Por eso, enunciar sus méritos sería una repetición secular de las virtudes de quienes en la vida le precedieron. Por mi parte, sé que tenía un espíritu que la lucha no había conseguido ensombrecer. Aún sabía sonreir a los amigos, aún su mano era firme en el saludo y tibia en la despedida. Cuando ya había llegado, como un gran señor, a tener su castillo y su panorama, el destino dio la hora definitiva. Le acompañamos como quien asiste a la terminación de un sueño. El gran cerro, la bella mansión, el río con su cinta de plata, refulgieron para rodearlo en la despedida. Aún oímos junto al gran muro de granito que alguien suspiraba… Desde lejos, como yo lo hacía, uno de los suyos dejaba escapar en los sollozos su pena. El “Peñasco”, como si fuera el gran libro de piedra de Maldonado, había doblado otra página de las que empezara a escribir Francisco del Puerto, siguiera Velazquez Seijo y terminara de la Fuente.